29 abr 2014

Juan Gelman y Eduardo Galeano



Eduardo Galeano y Juan Gelman compartían la misma estrella que, con diez años de diferencia, los iluminó con la poesía, la militancia, la grandeza y el periodismo; haciendo de ellos dos sentipensantes que se buscaban en los silencios de las dictaduras, o luego de ellas, para compartir la palabra. Palabras de aliento; palabras de consuelo, palabras entre amigos; palabras. Ellos vivían para mantener viva la palabra.

Entre Galeano y Gelman había una amistad dura y fuerte como el acero. Varias referencias y textos dedica Galeano a Gelman en sus libros. como por ejemplo, en El libro de los abrazos, uno que sencillamente se llama "Gelman", sobre el poeta y lo que les significó a ambos la escritura en tiempos de silencio.

En la poesía, semejantes a dos monstruos infinitamente tiernos y sinceros, aunque tajantes como un puñal que atravesaba las hojas hasta dejarlas rojas. La militancia; en sus principios, socialista el uruguayo y comunista el argentino. Qué mas daba. Más allá del partido, creo yo que lo hacían por que ahí encontraban esa perspectiva distinta a la realidad que les permitía soñar aún que el mundo podia cambiarse, ser diferente, más humano, más dulce entre tanta ácida y descomunal humanidad. Militaban. Por que creían en una tierra ajena de injustos y perseverantes ante las injusticias. Como todos los que militan.
Creían en los abrazos, en que los libros abrazaban; en que las lágrimas de otros a ellos les mojaban la cara. El periodismo. Ese periodismo que los marcó a fuego y los dejó sembrando dudas, sembrando ideas, ideas que, seguramente, a muchos incomodaban. Querían terminar con esa voz temeraria que les dictaba la orden de sentirse tristes, de sentirse culpables por aún estar vivos y libres.

Galeano, luego de tener que abandonar Uruguay para no terminar muerto, vino a la Argentina, su primer exilio antes de irse a Europa, a crear la revista Crisis, una revista que, obviamente, no duró nada. Tres años, del 73 al 76. En Agosto precisamente, donde, meses después del marzo donde empezaba la dictadura en Argentina, los panes estaban bien calientes y el horno a punto de estallar.

Decidieron cerrar la revista Crisis en Agosto por temas obvios. No daba para más. Era eso o terminar fusilados, desaparecidos; como los libros, las sonrisas, las familias y, como siempre, la palabra. Ya habían perdido a colaboradores, editores y amigos íntimos; entre ellos a Haroldo Conti y Alberto Burnichón.
Galeano explicó "Crisis fue un largo acto de fe en la palabra humana solidaria y creadora. Por creer en la palabra, en esa palabra, Crisis eligió el silencio. Cuando la dictadura militar le impidió decir lo que tenía que decir, se negó a seguir hablando".



Juan Gelman contó, cuando aún latía (aunque ahora no haya dejado de hacerlo en lo que quedó de su pluma) una pequeña anécdota sobre aquellas temibles épocas, donde él perdió a sus familiares y casi también la cabeza.

En la revista recibían infinidad de amenazas de la Tripe A, una fuerza parapolicial que solía cumplirlas. Un día lo vio a Galeano atender el teléfono, como siempre, escuchando pasible lo que le decían, casi sin asombro, ya, y éste, genuino, contestó:

-Sólo recibo amenazas de 3 a 5.






EL JUEGO EN QUE ANDAMOS


Por Juan Gelman


Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos,
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría
este amor con que odio,
esta esperanza que come panes desesperados.

Aquí pasa, señores,
que me juego la muerte.


Por qué escribo
(Inédito)
Por Eduardo Galeano


Por qué, no sé,
pero en tren de buscar explicaciones, podría decir que escribo
porque mi tendencia al pecado me impidió ser santo,
porque en el fútbol siempre fui patadura,
porque hay historias que merecen ser contagiadas,
porque me divierte desenterrar tesoros escondidos,
porque me duele el dolor ajeno,
porque me goza el ajeno placer,
porque escribiendo devuelvo a los demás lo que de ellos viene,
porque escribiendo juego a saltar el abismo que separa el deseo y el mundo,
porque escribiendo juego a creer que puedo decir lo que quiero decir,
porque escribiendo comparto alegrías, melancolías, descubrimientos, deslumbramientos,
porque de Sherezade aprendí que hay historias que valen un día más de vida,
porque de Onetti aprendí a buscar palabras mejores que el silencio,
porque soy caminante, y cada palabra es un nuevo viaje que empieza,
porque así hablo al oído de amigas y amigos que no conozco,
y en ellas y en ellos me reconozco,
y porque siendo, como soy,
un inútil total,
no podría hacer otra cosa.



25 abr 2014

  Amores ciegos



Aunque muchos crean en lo personal lo opuesto, la vida de contador para Jigueró Rafael Alcorta era sumamente atractiva. Los números, que siempre eran los mismos; la secretaria, que como siempre es atractiva; el café  y el escritorio,  le daban un aire de comodidad y tranquilidad que sólo lo podría apreciar de esa manera una persona con carencia de imaginación, autenticidad y dinamita en las venas. Jigueró Rafael Alcorta vivía en el centro de la ciudad de Gotia, al sur de Teconoté, desde que era muy pequeño y creyó que ese iba a ser su destino en la vida; trabajar en un escritorio con café,  secretaria y  números. Jamás imaginó algo diferente. O tal vez sí, pero dejó de imaginarlo al instante. Su padre, tal vez sea esa la respuesta, lo abofeteaba de pequeño cuando al no hacer su tarea se ponía a tararear una canción de la radio o se escapaba al inmenso y verde jardín, a ver si veía a su abuela que como estrella lo miraba desde el cielo. 

Los Alcorta vinieron de las Islas Canarias a situarse en Gotia por dos razones; el padre de Jigueró Rafael, Ernesto Segundo Alcorta, no toleraba más el canto de los pájaros. Y tampoco a su mujer. Era un hombre, imagínese, aún más aburrido que Jigueró Rafael Alcorta. Cuando se casó con su señora,  Ernestina Guerrea y fueron a vivir al  palacete de la familia Guerrea, mandó a quitar todos los reloj cucú y trasladó el aviario a otra parte de la mansión, casi sin pedir permiso, para no escuchar a esos jodidos pájaros cada mañana, y en cada oportunidad del día.
Pero esos días terminaron para los Alcorta y, gracias a los santos pájaros y a una infidelidad, los Guerrea vetaron de la vida de Ernestina a Ernesto Segundo Alcorta y éste se mandó a mudar a Gotia, llevándose al niño, que pobre, era tan sólo un retoño. Zarpó un barco a la lejana Gotia y Ernesto Segundo emprendió la nueva vida junto a su pequeño discípulo.
La vida de contador de su padre hizo que Jigueró Rafael no tuviera muchos tiempos amenos con él; por lo general de él cuidaba la mucama, Julieta, que si bien no andaban bien de dinero necesitaban una mujer en la casa. Cosa de machistas, también. Solo se le  ocurriría lavarse su propio calzón, o al menos hacerse el desayuno en otra dimensión, siendo una persona diferente. Era soberbio, viejo y enroscado; siempre quería tener la razón y que sea sólo su opinión digna de respeto en una reunión. Siempre después del arduo trabajo pasaba Ernesto Segundo Alcorta por el bar próximo al trabajo a tomar algunos whiskys con sus compañeros; para hablar de las tetas de las empleadas del estudio contable, para hablar de las de las meseras y cómo no, para reírse de su antigua mujer. Nunca faltaba ese momento; se lo hacía saber todo el tiempo al pobre Jigueró Rafael. ¡Qué recuerdo le habrá quedado! ¡Su madre era una santa! El maldito era su padre, que siempre blasfemeaba.
Pasó el tiempo ¡y qué diferente hubiera sido si Jigueró Rafael hubiese quedado a cargo de su madre! Habría podido tararear todo lo que él quisiera; hubiera cuidado el jardín de la mansión a tiempo completo, escuchando el hermoso canto de un jilguero. acompañado por los canarios, el pinzón azul, y cuanta ave se le ocurriera. Pero ya cuando Jigueró Rafael Alcorta se preguntó qué tan diferente hubiera sido su vida, había pasado mucho tiempo. El ahora molesto ruido de la calculadora y los papeles de la oficina lo atareaban tanto como un reloj que no cesa. La secretaria se venía vieja y el café ya no tenía gusto a café, si no a sólo algo caliente que mojaba sus labios y caía por la garganta.
Julieta aún trabajaba en la casa de los Alcorta y con el tiempo sus arrugas maduraron; tenía el cabello cansado y la mirada perdida. 
-¿Qué ocurre, Julieta? ¿Qué te aqueja?- preguntó Jigueró Rafael, que de vez en cuando se mostraba humanitario y preguntaba cómo estaban las personas, en vez de cuánto tenían en sus cuentas.
-Mi madre, ocurre. La veo tan sola y tan consecuentemente independiente que me produce escalofríos; la veo tan grande y tan pequeña que no entiendo qué hago aquí trabajando sin estar al lado de ella.
-¿Qué le ocurre a tu madre? ¿Por qué te aqueja?- respondió Jigueró Rafael, casi repitiendo sus palabras como un autómata.
-Ella no ve, desde que tengo memoria que no ve. Y sin embargo es una mujer fuerte, pero yo sé que llora. Que no ve a mis hijos, no ve las mariposas; que nunca vio la inmensidad del Machu Pichu; que nunca vio un cuadro de Picasso; nunca verá la sonrisa de sus nietos, o la mía, cuando de su casa se abren las puertas y nos invita un bizcochuelo y algunas anécdotas.
-¿Pero a caso piensas que por que no ve, no siente? 
-No, no quise cosificarla; ¡pero se pierde tantas cosas!
-Bueno, también evita así ver mucha tragedia. Uno no anda todos los días en el Machu Pichu ni mirando un cuadro de Picasso o una petunia; ella no ve los chicos que mendigan en las calles, las malas noticias de los diarios o lo sucia que está la acera. La vida es trágica, Julieta. Y te lo digo yo, que tengo siempre tengo todo calculado. 
Jigueró Rafael Alcorta era un tipo que pisaba los treinta casi sin haber estado con una mujer. La hubo, claro, pero sólo fueron tontas que querían decir sólamente que salían con un contador. Laureana, una de esas pocas, le rompió el corazón hace tanto tiempo que casi ni se acuerda él, aunque, bah, eso es lo que él me dijo. Yo no le creo. 
Jigueró Rafael Alcorta era un hombre flaco que casi bailaba sólo por haber viento; una nariz que era de las peores jamás inventadas por Dios y unos dedos largos que, si hubiera querido ser pianista, su padre se  los hubiera cortado. 


Este fue el pie para que la vida de Jigueró Rafael Alcorta cambiase por completo. Un día, casi en un destello de dinamita en sus venas, decidió hacerse un espacio del estudio contable y trabajar a medio tiempo, para dedicarse a hacer algo más productivo en su vida que organizar un par de tontos números. Decidió, y mire usted que para que Jigueró Rafael Alcorta decidiese algo en su vida debería haber pasado por una iluminación gigante, trabajar para la madre de la bella Julieta. Por unas pocas monedas, nada más, él no quería dinero ni mucho menos. No lo necesitaba. Julieta estaba todo el día en la casa de él cuidando y limpiando la casona para que cuando Ernesto Segundo volviera tuviera todo en su lugar. Y Jigueró Rafael, que decidió cambiar un poco su rutinaria vida, quiso acompañar a la madre de Julieta en sus días atípicos de una persona ciega. 

Luego del trabajo, a veces algo cansado,  iba a la humilde y hogareña casa de María Azucena Bertó para ayudarla con sus quehaceres; organizaba su ropa en la tarde noche para que le fuese una tarea más aliviada escoger qué ponerse a la mañana; organizaba minuciosamente los cuchillos y los utencillos de cocina que siempre debían estar en su lugar con el mango grueso a mano. Agregaba frutas troceadas en la nevera en tapers escritos en braile para que ella pudiese comer manzana apenas llegara del trabajo. María Azucena Bertó era masajista en un centro estético que era el único en la zona de Gotia, aunque ella vivía en Teconoté. Pero en Teconoté no había nada, era una especie de pueblo fantasma cerca de una gran ciudad, donde vivían los poco asalariados empleados de las grandes y pequeñas cadenas de negocios.
María Azucena Bertó era una mujer de casi unos cincuenta años que se mantenía muy bien. Tal vez tenía razón Jigueró Rafael; al no ver tanta tristeza tal vez se haya ahorrado algunas canas y algunas malas muecas. Cada vez que Jigueró Rafael peinaba su cabello se olvidaba de sus años y sentía que el peine se enredaba por haber tantas mariposas navegando en sus cabellos; eran azabaches y llegaban hasta un poco más de los hombros; unos ojos grandes y una pequeña nariz situada en una tez trigueña muy hermosa. Las arrugas que más se le notaban eran esas que salen al rededor de la boca después de tantas sonrisas. Eso era lo que a Jigueró Rafael lo volvía loco; no entendía cómo después de perderse tanta vida, pudiera tener  arrugas de sonreírle a la perra vida, que la dejó ciega, vaya uno a saber por qué.
María Azucena Bertó aclamaba muy a menudo con su pequeña boca que ponga la radio bien fuerte por que necesitaba sentir la música, esa música que le recordaba que si bien era ciega también podría ser sorda.
Jigueró Rafael Alcorta encontró tanta vida en cada una de sus palabras que decidió dejar de ser su acompañante para acompañarla de verdad. Se había enamorado de una mujer muy mayor, pero muy pequeña también, como decía Julieta; era una mujer tan llena de niñez que su alma desbordaba en cada cosa que hacía y a nadie le importaba que ella ver no podía. 
En  la casa que ya compartía con María Azucena Bertó  yacían las plantas que le recordaban a un pasado muy lejano donde en Las Islas Canarias crecían todo tipo de arbustos y vegetación; cada flor era inmensa y a veces aparecían algunos pájaros, que jugaban con él y lo invitaban a ver el atardecer colgados del tronco de un árbol. Jigueró le regaló un reloj cucú para el primer aniversario de toda esta travesía.
Lo volvió loco a Jigueró. 
Jigueró se volvió loco por ella.
Quedó ciego de tanto amor.
De tanta belleza.

24 abr 2014


La muerte se olvidó de mí

La muerte se olvidó de mi.
Me vio pasar y me esquivó.
Me olió la nuca y se alejó.
Mil veces fue así.

He visto morir a los míos.
He visto morir a los tuyos.
He visto al mundo derrumbarse.
He visto al sol oscurecer.

Ya no aguanto más los huesos.
Ya no siento más la sangre.
Hace trescientos quince años,
que estoy esperándote.

He visto la vida pasar.
La muerte se olvidó de mí.
¿Quién dijo que la inmortalidad
iba a ser mejor que morir?

21 abr 2014

   Los solitarios


Entre las gentes de las  ruidosas ciudades
vagan algunos con la mirada hacia el piso, 
cansada, buscando no se qué, 
tal vez una pequeña esperanza.

 Ya no miran a la gente a la cara
 por que sienten que ya no encuentran miradas.
 tan solo personas.
 que van, vienen y pasan.

Los solitarios no creen que haya otra sombra
que pueda ir a la par de la suya;
sus destinos creen marcados
por ya haber llegado a esta altura
sin haberla encontrado
o por haber perdido
a aquella hermosa
 gitana suya.

Hartos de películas
con desenlaces amenos
y cuentos donde siempre
gana el feo 
buscan calmar sus ansias
en una copa llena
o en una puta barata, 
para sentir que todavía queda tiempo, 
y que las tristezas
 como modas 
siempre pasan.


 Los solitarios toman mucho café o té caliente
para hervir la sangre, para calmar la mente; 
para batallar ese frío 
que como corriente 
 hace remolinos en sus cuerpos. 
y les producen arcadas,
de tanto verse solos
con los sueños 
y el alma demacrada.


Sus duchas 
parecen termas eternas
 para sentir el calor 
de la vieja placenta.


Ese fiero frío
los va volviendo  viejos, 
ya más calmos, ya más serenos, 
acostumbrados a la casa, 
al trabajo y al perro, 
que siempre recibe todo el amor 
que dormido estaba en el dueño
dormido de tantos
 solitarios inviernos.


 Se aferran muchos a las cosas, 
pero nunca a las mariposas;
 por que éstas siempre,
 siempre vuelan lejos.








14 abr 2014

Ardiente cometa

¿Por qué tu, que no mereces ser de estas tierras, 
te vienes a estrellar en mi cabeza,
como un bestial cometa?

¿A caso no ves las distancias?

Mueves mi piso
Mueves mi alma
Mueves mi casa

Eres ese temblor, ese terremoto,
del que no quiero dejar nunca
de ser la maldita víctima.

El mundo se ha borrado 
tantas veces al tocar tu piel,
que ya me convenzo que eres tú,
ardiente cometa,
la llave al paraíso
que no soñé jamás.

13 abr 2014

Cien años de soledad

Leí cosas que no tenía que leer. Si acaso usted es mujer, me entenderá. La intuición femenina funciona como los bigotes de un perro o un gato. Nunca falla. Por ende, eso que "leí" me arruinó el fin de semana, e hizo que fuera de esos dos días en la vida donde uno  no tiene más que echarse a llorar y  maldecir las lágrimas, que nunca secan, y las heridas, que siempre quedan abiertas.
Leer eso fue martillarme en la cabeza los defectos que tengo y que otra persona tiene como virtud.
En fin, no era lo personal lo que tenía ganas de comentar.
Destaco de toda esta mierda que siempre un libro te puede acompañar. Es increíble como uno cuando lee se encierra en una burbuja hermética y sólo sale para ir al baño, por la pava que chilla, o por que el perro te apoya la cabeza en el regazo. Para mimarlo, por que sabe que tenés ganas de mimar, o de ser mimado.
Hace 18 años que tenía postergado el hecho de leer el libro de García Marquez, Cien años de soledad.
Seguramente me atrapó el título por el simple hecho de estar a un paso de drogarme o echarme a dormir. Siempre me encantaron los relatos y las novelas que son del género literario del Realismo mágico, allí donde lo anormal para algunos sucede a la vuelta de la esquina y todos los personajes lo toman como un té más.
En una noche leí cien páginas en soledad. Me di cuenta de que cuando me siento así   leo en voz alta, más aún cuando las palabras como rimas lo ameritan, para no sentirme tan sola.
Si alguno no lo leyó, que lo lea. Es precioso. Hasta ahora, de los mejores libros que leí.
Estoy en la parte donde Arcadio Buendía toma las riendas de Macondo.
Por los liberales. 
Por la libertad.






10 abr 2014

Nos dividen las aguas
Nos unen las ideas

Más allá de todas las crisis
que como susurro en el  viento
se expanden por la tierra

los indignados
los indignados de las plazas
se siguen enamorando
y regalándole flores
a sus chicas
y a la democracia

y a ese sueño que se esconde
a veces por miedo
a veces por coraza

de libertad
de libertad conquistada
de un mundo anarquista
y un tibio aire de calma

9 abr 2014

RASTRO DE UN SUEÑO
NOTAS
HERMANN HESSE

Érase un hombre que practicaba el poco respetable oficio de escritor de amenidades. 
Formaba parte, empero, de aquel reducido número ero de literatos que, en la medida de 
lo posible, toman en serio su profesión, y a quienes algunos entusiastas manifiestan un 
respeto semejante al que solía ofrecerse a los verdaderos poetas en tiempos pasados, 
cuando aún existían poesía y poetas. Este literato escribía todo tipo de cosas agradables, 
novelas, relatos y también poemas, y se esforzaba todo lo imaginable por hacerlo bien. 
Sin embargo, raras veces lograba ver satisfecha su ambición, ya que, aun cuando se 
tenía por humilde, caía presuntuosamente en el error de no tomar como medida de 
comparación a sus colegas y contemporáneos, los otros escritores de amenidades, sino a 
los poetas del pasado -o sea, aquellos ya consagrados durante generaciones-. Y, en 
consecuencia, una y otra vez debía reconocer con aflicción que incluso la mejor y más 
afortunada página por él escrita quedaba muy a la zaga de la frase o verso más recóndito 
de cualquier verdadero poeta. Así, su insatisfacción iba en aumento y su trabajo llegó a 
no complacerle en absoluto. Y si bien aún escribía alguna pequeñez de vez en cuando, 
sólo lo hacía con objeto de expresar esta insatisfacción y aridez interior y darles salida 
en forma de amargas críticas a su época y a sí mismo. Con ello, naturalmente, no 
mejoraban las cosas. A veces también. intentaba emprender el retorno a los jardines 
encantados de la poética pura y rendía homenaje a la belleza en hermosas creaciones 
lingüísticas, en las que erigía esmerados monumentos a la naturaleza, las mujeres, la 
amistad. Y en efecto, estas composiciones tenían cierta música y una semejanza con la 
auténtica poesía de los poetas auténticos, en los que hacían pensar, tal como un amor o 
una emoción pasajeros pueden, ocasionalmente, recordar a un hombre de negocios y de 
mundo el espíritu que ha perdido. 

Un día de la temporada que media entre el invierno y la primavera, este escritor, que 
tanto hubiese deseado ser poeta y a quien muchos incluso tenían por tal, estaba sentado 
una vez más ante su mesa de trabajo. Como de costumbre, se había levantado tarde, no 
antes de mediodía, después de pasar la mitad de la noche leyendo. Estaba sentado, conla mirada fija en el punto del papel donde dejara de escribir el día anterior. El papel 
decía cosas inteligentes, expuestas en un lenguaje ágil y cultivado, contenía ideas 
sutiles, ingeniosas descripciones, de las líneas y páginas se desprendía más de un 
hermoso cohete y alguna esfera luminosa, en ellas resonaba más de un sentimiento 
delicado... pero, no obstante, lo que leyó en su escrito decepcionó al escritor. 
Desengañado contempló lo que comenzara la víspera con cierta alegría y entusiasmo, lo 
que durante una hora crepuscular semejara narrativa, para convertirse otra vez en 
literatura de la noche a la mañana, un enojoso papel escrito que, en realidad, daba 
lástima. 

Como tantas otras veces a esta hora algo lastimera del mediodía, percibió y consideró su 
situación extraordinariamente tragicómica, su necia aspiración secreta a una auténtica 
composición poética (cuando en la realidad actual no existía ni podía existir auténtica 
poesía) y las fatigas infantiles y tontamente inútiles que sufría por su deseo de crear, con 
ayuda de su amor a la antigua poesía, con ayuda de su gran cultura, de su delicado oído 
para las palabras de los auténticos poetas, algo que estuviese a la altura de la antigua 
poesía o se asemejase a la misma hasta el punto de inducir a confusión (cuando sabía 
perfectamente que es imposible crear nada a base de cultura e imitación). 

También sabía a medias y hasta cierto punto tenía conciencia de que esta ambición sin 
esperanza y esta ilusión infantil que inspiraba todos sus esfuerzos no constituía en modo 
alguno una situación particular y personal, sino que cada ser humano, incluso el de 
apariencia normal, incluso el que aparentemente era afortunado y feliz, abrigaba la 
misma aridez y el mismo desesperado desengaño; que cada hombre buscaba constante y 
continuamente algo imposible; que incluso el menos atractivo acariciaba el ideal de 
Adonis, el más tonto el ideal de sabio, el más pobre la ilusión de Creso. Sí, incluso sabía 
a medias que ese tan venerado ideal de la «auténtica poesía» no significaba nada, que 
Goethe consideraba a Homero o a Shakespeare como algo inalcanzable con el mismo 
desánimo con que un literato actual podría contemplar a Goethe, y que el concepto de 
«poeta» no era más que una abstracción vacía; que también Homero y Shakespeare 
habían sido sólo literatos, especialistas dotados, que lograron prestar a sus obras esa 
apariencia de lo suprapersonal y eterno. Sabía todo esto a medias, como suelen saber 
estas cosas evidentes y terribles las personas inteligentes y habituadas a pensar. Sabía o 
intuía que también una parte de sus propias tentativas de escritor causarían a lectores de 
épocas posteriores la impresion de «auténtica poesía», que tal vez literatos posteriores 
pensarían con nostalgia en él y su época como si de una edad de oro se tratase, en la que 
aún hubieran existido verdaderos poetas, verdaderos sentimientos, hombres verdaderos, 
una verdadera naturaleza y un verdadero espíritu. Coomo él bien sabía, ya el apacible 
provinciano de la época feudal y el gordo burgués de una pequeña ciudad medieval 
habían comparado con idéntica actitud crítica y sentimental su propia época refinada y 
corrupta con un ayer inocente, ingenuo, espiritual, y habían considerado a sus 
antepasados y su modo de vida con la misma mezcla de envidia y compasión con que el 
hombre actual tendía a considerar la bienaventurada época anterior al invento de la 
máquina de vapor. 

Al literato le eran familiares todos estos pensamientos, conocidas todas estas verdades. 
Lo sabía: el mismo juego, el mismo anhelo ávido, noble, sin esperanza, de algo 
auténtico, eterno, valioso en sí mismo, que le impulsaba a llenar hojas de papel escrito, 
empujaba también a todos los demás, al general, al ministro, al diputado, a la elegante 
dama, al aprendiz de tendero. Todos los hombres, iluminados por secretas ilusiones,cegados por ideas preconcebidas, seducidos por ideales, anhelaban de algún modo, muy 
inteligente o muy tonto, poco importaba, salir de sí mismos y de los límites de lo 
posible. No había teniente que no llevase consigo la imagen de Napoleón... ni Napoleón 
que en su época no se sintiera como un imitador, no considerara sus hazañas medallas 
de juguete, sus objetivos ilusiones. Nadie había quedado fuera de ese baile. Nadie 
tampoco había dejado de experimentar en algún momento, a través de alguna hendidura, 
la certeza de ese engaño. Ciertamente existían los perfectos, los dioses humanos, había 
existido Buda, Jesús, Sócrates. Pero incluso ellos sólo habían alcanzado la plenitud y 
habían sido penetrados totalmente por la omnisciencia en un único instante: el instante 
de su muerte. En efecto, su muerte no había sido más que la última penetración de¡ 
conocimiento, el último don por fin logrado. Y posiblemente cada muerte tenía ese 
significado, posiblemente cada moribundo era una persona que estaba alcanzando su 
plenitud, que desechaba el engaño de la muerte, que se abandonaba, que no deseaba ser 
nada. 

Este tipo de reflexiones, aun cuando tan poco complicadas, estorban mucho los 
esfuerzos, las acciones del hombre, su continua participación en su juego. Y así, el 
trabajo del poeta aplicado tampoco progresaba mucho a esa hora. No existía palabra 
alguna que mereciera ser escrita, ni pensamiento alguno que realmente fuese necesario 
comunicar. No, era una lástima desperdiciar papel, más valía dejarlo sin escribir. 

El literato apartó la pluma y guardó sus papeles en el cajón con esa sensación; de haber 
tenido un fuego a mano, los hubiese arrojado al mismo. La situación no era nueva; se 
trataba de una desesperación paladeada ya con frecuencia, que ya había sido domada y 
al mismo tiempo había adquirido una cierta resistencia. Se lavó las manos, se puso el 
abrigo y el sombrero, y salió. Cambiar de lugar era uno de sus recursos largo tiempo 
acreditados; sabía que no era bueno permanecer largo rato en la misma habitación con 
todo el papel escrito y en blanco cuando se hallaba en ese estado de ánimo. Más valía 
salir, tomar el aire y ejercitar la vista en las escenas callejeras. Podía suceder que le 
viniese al encuentro una mujer hermosa o que topase con un amigo, que una horda de 
colegiales o cualquier entretenimiento gracioso de un escaparate le llevaran a cambiar 
de pensamientos, podía resultar que en una esquina le atropellase el automóvil de uno 
de los señores de este mundo, de un editor de periódicos o de un rico panadero: meras 
posibilidades de cambiar de situación, de crear nuevas circunstancias. 

Vagabundeó lentamente en medio del aire casi primaveral, vio matas de campanillas 
que inclinaban la cabeza en los tristes y reducidos céspedes plantados frente a las casas 
de pisos, respiró el húmedo y tibio aire de marzo, que le indujo a dirigirse a un parque. 
Allí se sentó en un banco, al sol, entre los árboles deshojados, cerró los ojos y se entregó 
al juego de los sentidos a esa hora soleada de primavera temprana: qué suave el contacto 
del viento en las mejillas, qué hirviente ya el sol lleno de oculto ardor, qué penetrante e 
inquieto el olor de la tierra, qué alegres los pasos infantiles que de tanto en tanto pisaban 
juguetones la arena de los senderos, qué cariñoso y perfectamente dulce el canto de un 
mirlo en algún lugar del desnudo arbolado. Sí, todo era muy hermoso, y puesto que la 
primavera, el sol, los niños, el mirlo no eran más que cosas muy antiguas, que ya habían 
alegrado al hombre millares y millares de años atrás, en realidad resultaba 
incomprensible que en el momento presente no fuese posible escribir un poema de 
primavera tan hermoso como los compuestos hacía cincuenta o cien años. Y sin 
embargo no era así. El más tenue recuerdo de la canción de primavera de Uh1and 
(naturalmente con la música de Schubert, cuya fabulosa obertura, tan penetrante y 
conmovedora, sabía a primavera temprana) bastaba para indicar a un poeta actual que 
esas cosas cautivadoras ya habían sido narradas por el momento y que no tenía sentido 
querer imitar a toda costa esas creaciones de tan insuperable plenitud, que exhalaban 
bienaventuranza. 

En el preciso instante en que sus pensamientos iban a entrar de nuevo en ese viejo 
derrotero estéril, el poeta frunció los ojos con los párpados cerrados y a través de una 
pequeña rendija de los ojos -aunque no sólo con éstos- percibió una ligera reverberación 
y un tenue destello, islas de rayos de sol, reflejos luminosos, espacios de sombra, cielo 
azul veteado de blanco, un cono centelleante de luces movedizas, lo que cualquiera 
puede ver al guiñar los ojos, pero reforzado de algún modo, de alguna forma valioso y 
único, transformado de percepción en experiencia por la acción de alguna sustancia 
secreta. Lo que centelleaba con múltiples destellos, reverberaba, se desvanecía, ondeaba 
y batía alas no era un mero tumulto de luz procedente del exterior, y esos fenómenos no 
se desarrollaban sólo en el ojo, también eran vida, bullente impulso interior, y 
correspondían al espíritu, al propio destino. Ésta es la manera de ver de los poetas, de 
los «visionarios»; de este modo embelesador y conmovedor ven quienes han sido 
alcanzados por Eros. Se había desvanecido el recuerdo de Uh1and y Schubert, ya no 
había un Uhland, ya no había poesía, ya no había pasado, todo era instante eterno, 
experiencia, verdad íntima. 

Entregado a la maravilla, que ya otras veces experimentara, pero para la que creía haber 
perdido tiempo ha toda vocación y toda gracia, permaneció instantes eternos suspendido 
en lo intemporal, en la conjunción del mundo y el espíritu, vio moverse las nubes al 
impulso de su aliento, sintió girar el cálido sol dentro de su pecho. 

Pero mientras miraba fijamente con los ojos entornados, abandonado a la rara 
experiencia, entrecerrando todos los sentidos, pues sabía perfectamente que la corriente 
fatua procedía del interior, allí cerca, en el suelo, percibió algo que le cautivó. Tardó un 
rato en advertir, paulatinamente, que se trataba del pequeño pie de una niña. Lo cubría 
un zapato de cuero marrón y pisaba la arena del sendero coon vigor y alegría, apoyando 
el peso en el tacón. Ese zapatito de niña, ese cuero marrón, esa alegría infantil de la 
pequeña suela al pisar, ese trocito de media de seda que cubría el tierno tobillo, 
recordaron algo al poeta, inundaron su corazón de forma repentina y apremiante como si 
formasen parte del recuerdo de una experiencia importante, pero no logró dar con la 
clave. Un zapato de niña, un pie de niña, una media de niña: ¿qué importancia tenía 
todo eso? ¿Dónde se hallaba la pista? ¿Dónde se encontraba el manantial de su espíritu 
que respondía ante esa imagen entre millones, la acariciaba, la atraía, la tenía por cosa 
cara e importante? Abrió del todo los ojos un instante y pudo ver la figura completa de 
la niña, una niña bonita, por el lapso que dura un medio latido de corazón. Pero 
inmediatamente advirtió que esa imagen ya nada tenía que ver con él, que no se trataba 
de la que tenía importancia para él, e involuntariamente, a toda prisa, volvió a cerrar los 
ojos con tal fuerza que sólo Regó a divisar durante el resto de un instante el pie infantil 
que desaparecía. Luego cerró completamente los ojos, recordando el pie, palpando su 
significado, pero sin saberlo, afligido por esa búsqueda inútil, satisfecho por la fuerza de 
esa imagen en su espíritu. En algún lugar, en algún momento, había percibido ese 
piececito en el zapato marrón, esa imagen ahogada luego por las experiencias. ¿Cuándo 
había sucedido eso? Oh, debía haber ocurrido mucho tiempo atrás, en su prehistoria, tan 
lejano semejaba, tan remoto se le aparecía, procedente de una profundidad tan 
inconcebible, tan hondo había caído en el pozo de sus pensamientos. Era posible que lo 
hubiera llevado consigo, perdido y jamás reencontrado hasta ese día, desde su primera 
infancia, desde aquella época fabulosa cuyos recuerdos aparecen todos tan borrosos e 
irrepresentables y tan difíciles de invocar, y sin embargo resultan más llenos de 
colorido, más cálidos y más plenos que todos los recuerdos posteriores. Meció largo 
rato la cabeza, cerrados los ojos, mucho tiempo estuvo reflexionando y una y otra vez, 
vio perfilarse ese, aquel hilo, esa serie, aquella cadena de vivencias, ero la niña, el 
zapatito marrón, no se adecuaban a ninguna de ellas. No, no podía dar con ello, era 
inútil proseguir esa búsqueda. 

Hurgaba entre los recuerdos afectado por el mismo error de óptica que sufre aquel que 
no logra reconocer lo que tiene muy próximo, porque lo cree muy distante y por 
consiguiente confunde todas las formas. Pero en cuanto renunció a sus esfuerzos, 
dispuesto ya a dejar esa ridícula pequeña vivencia y a olvidarlo todo, cambió la 
situación y el zapatito se situó en la perspectiva adecuada. De súbito, con un profundo 
suspiro, el hombre advirtió que el zapatito no estaba debajo de todo en el atestado cuarto 
de imágenes de su ser íntimo, que no formaba parte de las posesiones más antiguas, sino 
que era una adquisición muy nueva y reciente. Le parecía que hacía sólo unas horas que 
había tenido relación con esa niña, que prácticamente acababa de ver correr ese zapato. 

Y entonces, de golpe, lo supo. Sí, claro que sí; eso era, ahí estaba la niña que 
correspondía al zapato, y ésta formaba parte del fragmento de un sueño que el escritor 
había tenido la noche pasada. Dios mío, ¿cómo era posible olvidar de ese modo? Se 
había despertado en medio de la noche, lleno de felicidad y conmovido por la fuerza 
secreta de su sueño, con la sensación de haber adquirido una experiencia importante, 
magnífica... y al cabo de poco se había vuelto a dormir, y una hora de sueño matutino 
había sido suficiente para borrar otra vez toda la magnífica experiencia, de tal forma que 
no la había recordado más hasta que se la rememorara la visión fugaz de un pie de niña. 
¡Tan fugaces, tan pasajeras, tan presas del azar resultaban las experiencias más 
profundas, más maravillosas del espíritu! E incluso en esos momentos no lograba 
reconstruir todo el sueño de la pasada noche. Sólo quedaban escenas sueltas, en parte 
inconexas, algunas frescas y llenas de vitalidad, otras ya grises y polvorientas, captadas 
ya en proceso de desvanecimiento. Pero ¡qué hermoso, qué profundo, qué exaltante 
había sido el sueño! ¡Cómo le había latido el corazón al despertar por primer ra vez, 
embelesado e inquieto como en las festividades de la infancia! ¡Cómo le había inundado 
la viva sensación de haber experimentado algo noble, importante, inolvidable, imposible 
de perder! ,Y un par de horas más tarde sólo le quedaba ese fragmento, ese par de 
imágenes ya desvaídas, ese débil eco en el corazón; el resto se había perdido, había 
pasado, ya no tenía vida! 

Al menos ese poco se habría salvado de forma definitiva. El escritor tomó en seguida la 
decisión de recolectar todo lo que aún quedase del sueño en sus recuerdos y transcribirlo 
con la máxima fidelidad y exactitud posibles. En el acto sacó una libreta del bolsillo y 
tomó las primeras notas a fin de recuperar como pudiese la estructura y el entorno de 
todo el sueño, sus líneas principales. Pero de nada le sirvió. Ya no le era posible 
identificar ni el comienzo ni el final del sueño, y no sabía el lugar que ocupaban dentro 
de la historia soñada la mayor parte de los fragmentos aún a mano. No, era preciso 
comenzar de otra forma. Ante todo debía salvar lo que aún estaba a su alcance, debía 
retener en seguida el par de imágenes aún vivas -sobre todo el zapatito- antes de que 
también saliesen volando, tímidas aves encantadas. 

Del mismo modo que un excavador intenta descifrar la inscripción que ha hallado en 
una antigua lápida a partir de las ocas letras o signos que aún resultan comprensibles, 
nuestro hombre deseaba leer su sueño recomponiéndolo pedazo a pedazo. 

En el sueño se había relacionado de algún modo con una niña, una niña extraordinaria, 
tal vez no verdaderamente hermosa, pero maravillosa en algún sentido, una niña de unos 
trece o catorce años, pero que aparentaba tener menos. Tenía el rostro tostado por el sol. 
¿Los ojos? No, no podía verlos. ¿El nombre? Desconocido. ¿Relación con él, la persona 
que soñaba? ¡Alto, ahí estaba el zapatito marrón! Vio el mismo pie que se movía 
acompañado de su hermano gemelo, lo vio bailar, lo vio dar pasos de baile, los pasos de 
un boston. Oh, sí, volvía a saber un montón de cosas. Tenía que empezar todo de nuevo. 

En resumen: en el sueño había bailado con una maravillosa niña desconocida, una niña 
de rostro moreno, con zapatos marrones: ¿no lo tenía todo de esa tonalidad? ¿También 
el cabello? ¿También los ojos? ¿También el vestido? No, eso ya no lo sabía; era de 
suponer, parecía posible, pero no era seguro. Debía mantenerse dentro de los límites de 
lo seguro, de lo que daba base real a sus reflexiones, de lo contrario perdía todo punto 
de referencia. Ya entonces comenzó a intuir que esa investigación del sueño lo llevaría 
muy lejos, que había emprendido un camino largo, sin fin. Y precisamente entonces dio 
con otro fragmento. 

Sí, había bailado con la pequeña, o había querido, o debido, bailar con ella, y la niña 
había ejecutado, todavía por su cuenta, una serie de lozanos pasos de baile, muy 
elásticos y dotados de una energía encantadora ¿Habían llegado a bailar en realidad los 
dos? ¿No lo había hecho ella sola? No. No, él no había bailado, sólo había querido 
hacerlo, más aún, había acordado con alguien que bailaría con esa morenita. Pero 
después ella había comenzado a bailar sola, sin él, y él había sentido cierto temor o 
timidez ante la idea de bailar; se trataba de un boston, no conocía bien ese baile. No 
obstante, ella había empezado a bailar, sola, juguetona, sus zapatitos marrones habían 
descrito cuidadosamente, con un ritmo maravilloso, las figuras del baile sobre la 
alfombra. Pero ¿por qué no había bailado también él? 0 ¿por que había deseado bailar 
en un principio? ¿Que acuerdo había sido ése? No logró descubrirlo. 

Se hizo otra pregunta: ¿qué aspecto tenía la simpática muchachita? ¿A quién le 
recordaba? Pensó largo rato en vano, todo parecía inútil otra vez, y por un momento 
llegó a impacientarse y a irritarse, estuvo a punto de dejarlo correr todo de nuevo. Pero 
ya comenzaba a aparecer una nueva idea, se divisaba otro rastro. La pequeña se parecía 
a su amada... olí, no, no se le parecía, incluso le había sorprendido encontrarla tan 
distinta, pese a ser efectivamente su hermana. ¡Alto! ¿Su hermana? Olí, ahora todo el 
rastro resultaba dato otra vez, todo adquiría sentido, todo estaba de nuevo al 
descubierto. Volvió a comenzar las notas, entusiasmado con la inscripción que de 
pronto empezaba a perfilarse, profundamente conmovido por la recuperación de las 
imágenes que creía perdidas. 

Había sucedido así: en el sueño había aparecido su amada, Magda, y no se había 
mostrado pendenciera y malhumorada como en los últimos tiempos, sino 
extraordinariamente amable, algo callada, pero alegre y bonita. Magda le había recibido 
con una curiosa ternura silenciosa, le había dado la mano, sin un beso, y le había 
explicado que deseaba presentarle por fin a su madre; y además de la madre había 
conocido a la hermana pequeña, que estaba destinada a ser más tarde su amada y osa.
 La hermana era mucho más joven y le gustaba el baile; la mejor forma de 
conquistarla sería bailar con ella. 

¡Qué hermosa había aparecido Magda en ese sueño! ¡Cómo había brillado en sus ojos, 
en su frente clara, en su espesa cabellera fragante todo lo extraordinario, adorable, 
espiritual, tierno de su ser, tal como él lo viviera en las primeras imágenes que de ella se 
formara en la época de máximo amor! 

Y entonces, en el sueño, le había llevado a una casa, a su casa, a la casa de su madre y 
de su infancia, a la casa de su espíritu, para que viera a su madre y a su hermanita más 
bonita, para que conociera a esa hermana y la amase, puesto que le estaba destinada 
como amada. Pero ya no podía recordar la casa, sólo un vestíbulo vacío en el que tuvo 
que esperar, y tampoco podía representarse ya a la madre; al fondo sólo se vislumbraba 
una mujer de edad, una ama o enfermera, vestida de gris o de negro. Pero entonces 
había venido la pequeña, la hermana, una niña encantadora, de unos diez u once años 
pero cuya manera de ser parecía de catorce. En particular, su pie resultaba tan infantil en 
el zapato marrón, tan absolutamente inocente, risueño e incauto, tan poco aseñorado y, 
sin embargo, ¡tan femenino! Había recibido su saludo con simpatía, y a partir de ese 
momento Magda había desaparecido, sólo quedaba la pequeña. Recordando el consejo 
de Magda, la había invitado a bailar. Y ella había aceptado en seguida, arrebolada, y 
había comenzado a bailar, sola, sin vacilación, y él no había osado enlazarla y bailar con 
ella, en primer lugar porque resultaba tan bella y perfecta en su danza infantil, y también 
porque bailaba un boston, un baile que no era su fuerte. 

En medio de sus esfuerzos por recuperar las imágenes del sueño, el literato tuvo que 
reírse un instante de sí mismo. Le vino a la memoria que poco antes aún había estado 
pensando en lo inútil que resultaba esforzarse por componer un nuevo poema de 
primavera, considerando que todo eso ya había sido dicho antes de forma insuperable; 
pero al recordar el pie de la niña cuando bailaba, los ligeros movimientos adorables del 
zapatito marrón, la nitidez del paso de baile que trazaba sobre la alfombra, y el hecho de 
que, no obstante, toda esa hermosa gracia y seguridad estaba cubierta de una capa de 
timidez, de un olor de vergüenza infantil, comprendió que bastaba componer un canto a 
este pie de niña para superar todo lo que habían dicho los poetas anteriores sobre la 
primavera y la juventud y el presentimiento del amor. Pero en cuanto sus reflexiones 
comenzaron a perderse por estos derroteros, en cuanto comenzó a jugar distraído con la 
idea de un poema «A un pie en un zapato marrón», percibió con temor que todo el 
sueño estaba a punto de escapársele de nuevo, que todas las imágenes anímicas perdían 
densidad y se esfumaban. Angustiado, impuso orden en sus ideas, advirtiendo, empero, 
que en ese momento, aun cuando hubiese tomado nota de su contenido, el sueño había 
dejado de pertenecerle por completo, que comenzaba a hacerse viejo y extraño. Y al 
instante tuvo también la sensación de que siempre sucedería lo mismo: que esas 
encantadoras imágenes sólo le pertenecerían e impregnarían su espíritu con su fragancia 
mientras permaneciese junto a ellas de todo corazón, sin otras ideas, sin proyectos, sin 
preocupaciones. 

El poeta emprendió el camino de regreso pensativo, transportando el sueño ante sí como 
si se tratase de un juguete infinitamente frágil, hecho de finísimo cristal. Iba lleno de 
inquietud por su sueño. ¡Ay, si sólo lograse volver a reconstruir plenamente la figura de 
la amada del sueño! Recomponer el todo a partir del zapato marrón, del paso de baile, 
del resplandor del rostro moreno de la pequeña, a partir de esos escasos y preciosos 

restos, le parecía lo más importante del mundo. Y, de hecho, ¿no le había sido 
prometido como amor?, ¿no había nacido en los mejores y más profundos manantiales 
de su alma?, ¿no se le había aparecido como la imagen de su futuro, como presagio de 
las posibilidades de su destino, como su más auténtico sueño de dicha? Y mientras se 
inquietaba, muy en el fondo se sentía, empero, infinitamente feliz. ¿No era maravilloso 
que fuese posible soñar tales cosas, que uno llevase consigo ese mundo hecho de la más 
etérea materia mágica, que en el alma, tantas veces escudriñada con desespero en busca 
de algún resto de fe, de alegría, de vida, que en esa alma pudiesen brotar tales flores? 
Al llegar a casa, el literato cerró la puerta tras sí y se echó en un diván. Libreta en mano, 
releyó atentamente las anotaciones y descubrió que de nada le servían, que no ofrecían 
nada, que, sólo creaban obstáculos y confusión. Arrancó las hojas y las destruyó 
meticulosamente, al tiempo que decidía no concentrarse, y súbitamente volvió a 
encontrarse esperando en ese vestíbulo vacío de la casa desconocida; al fondo divisó a 
una señora de edad, vestida de negro, que caminaba arriba y abajo muy inquieta, volvió 
a percibir el momento predestinado: Magda acababa de salir en busca de su nueva 
amada, más joven, más hermosa, la verdadera y eterna amada. La mujer lo contempló 
amable y preocupada, y bajo sus facciones y bajo su vestido gris aparecieron otras 
facciones y otros vestidos, rostros de amas y enfermeras de su propia infancia, el rostro 
y la bata gris de su madre. Y sintió que el futuro, el amor, también le salían al encuentro 
en esa casa de recuerdos, en ese círculo de imágenes maternales, fraternales. Al amparo 
de ese vestíbulo vacío, bajo las miradas de preocupadas, amables, fieles madres y 
Magdas, había crecido la niña cuyo amor debía favorecerlo, cuya posesión debía hacer 
su dicha, cuyo futuro también sería el suyo. 
Y vio también cómo extraordinariamente tierna y sincera, sin un beso, lo saludaba 
Magda; su rostro encerraba de nuevo, bajo la luz dorada del crepúsculo, todo el encanto 
que antaño ofreciera para él; en el momento de la renuncia y la separación refulgía una 
vez más tan adorable como en sus tiempos más bienaventurados; su rostro más denso y 
profundo anticipaba a la más joven, la más hermosa, la auténtica, la única, a la que 
había venido a presentarle y ayudarle a conquistar. Parecía la propia imagen del amor, 
con su humildad, su capacidad de transformación, su magia entre maternal e infantil. Su 
rostro reunía todo lo que un día viera, soñara, deseara y cantara en esa mujer, toda la 
transfiguración y la adoración que le había aportado en la época cumbre de su amor; 
toda su alma, unida a su propio amor, se había hecho rostro, fulguraba visiblemente en 
las facciones sinceras, queridas, sonreía triste y amistosa por sus ojos. ¿Sería posible 
decir adiós a tal amada? Pero la mirada de ella decía que era preciso despedirse, que 
debía suceder algo nuevo. 
Y lo nuevo entró sobre ágiles piececitos: entró la hermana, pero no se le veía el rostro, 
nada se le veía claramente excepto que era pequeña y graciosa, que llevaba zapatos 
marrones, que tenía el rostro moreno y que sus vestidos eran castaños, y que sabía bailar 
con una perfección embelesadora. Y además el boston, el baile que su futuro amante no 
sabía nada bien. Nada podía expresar mejor la superioridad de la niña sobre el adulto -
experimentado, con frecuencia desengañado- que el hecho de que bailase con tanta 
ligereza y gracia y perfección, ¡y además el baile que él no dominaba, en el que él no 
tenía esperanza de superarla! 
El literato pasó todo el día ocupado con su sueño, y cuanto más profundizaba en él, más 
bello le resultaba, más le parecía que superaba todas las composiciones de los mejores
poetas. Mucho tiempo, durante días enteros, acarició deseos y planes de escribir este 
sueño de forma que manifestase esa infinita belleza, profundidad e intimidad, no sólo 
para el que lo soñara, sino también para otros. Tardó en abandonar estos deseos y 
esfuerzos y en comprender que debía contentarse, en su interior, con ser un verdadero 
poeta, un soñador, un visionario de espíritu, pero que su obra debería seguir siendo la de 
un simple literato.